El robot se acercó a la robotica, que vestía una maxi entallada de aluminio y pespuntes remachados. Le dijo con aquella voz mecánicamente programada:
—Cada vez que te veo con mis focos, bella Tubax, siento que todo mi sistema eléctrico y computarizado se pone al rojo vivo.
La bella Tubax chirrió por dentro con un gemidito desfasado y, apagando un instante sus ojos de linterna, replicó un tanto coquetona:
—¡Ah!, déjate de fórmulas memorizadas y no seas lato-so… Bien sabes que mi engranaje pertenece a otro.
El robot echó una lágrima de balín. Al momento se recuperó y, enjugándose el llanto con un pedazo de hojalata que traía en el bolsillo, dijo displicente:
—Yo te prometo una vida llena de jugosos tornillos, de clavijas, de cigüeñales de rastras, tuercas y virutas… ¡Todo de afuera!
—Ya tú no puedes prometer nada —dijo contrariada la robotica— y sonrió con un chi, chi, chi, a modo de chispitas ocurrentes. Al instante agregó:
—¡No quiero tus tornillos ni tus clavijas!¡Nada de lo tuyo quiero!
—¿Y eso por qué?
—Porque todo lo tienes oxidado.